A ti que has cumplido 30 años y eres más bajita y tienes más cara de niñas que nuestros padres a esa edad...
A ti, que veías perfectamente normal cantar a coro con las Mama Chicho y que no llevaste bañador los primeros ocho años de tu vida.
Los 30 están ahí y tú ya empiezas a sentirlos en esa copa de más el sábado por la noche. O en ese día en el que piensas que rendirás con cuatro horas de sueño, como solías hacer, y te arrastras por las esquinas de la oficina a las dos de la tarde. O en esa seguridad que mantienes cuando crees que puedes pasarte horas bebiendo calimocho. O en el pelo que, si mantienes intacto, habrá comenzado a blanquear, de modo inversamente proporcional a lo que la genética decía que debería haber hecho. Eres más bajito que los treinteañeros que veías desde la barrera en la EGB, y no te importa que la ciencia diga que las nuevas generaciones somos, precisamente, más altas. Pareces menos adulto de lo que creías que parecían tus padres a tu edad. Y de vez en cuando te asombras de que tus padres ya fueran, efectivamente, padres a tu edad.
Ha comenzado la cuarta década de tu vida y ni estás casado, ni tienes hijos, ni piso propio, ni coche propio ni vacaciones rutinarias propias. Si te pones exquisito, no tienes ni trabajo propio. Conoces a gente que tiene algo de eso, las bodas han aumentado año tras año, y con ellas los nacimientos. Incluso conoces a alguien que reúne varias de esas características y vive en España, así que cuando no te presta atención, le miras con cara de asco. El cuerpo necesita moverse más de lo normal o se anquilosa y tú ya empiezas a echar de menos tu propia almohada cuando viajas a otros lugares donde no te dejan llevar la cama a cuestas. Llevas años diciéndote que conseguirás el empleo de tus sueños y de repente aparece ante tus ojos esa cifra, 30, y sus dos números suponen un tremendo ultimátum ante el que no sabes si podrás reaccionar.
“Desde que cumplí años, cada vez que alguien me pregunta la edad, me cabreo”, me dijo una amiga hace no tanto, tras inaugurar la treintena.”
Sin embargo, los 30 son los nuevos 25, os digo. Nuestros 30 no son aquellos 30 de nuestros padres, con certezas, responsabilidades y contratos indefinidos. Los 30 ahora son raros, imprevisibles, están llenos de cafés, noches entretenidas en bares con amigos y gin tonics, jornadas laborales intensas y extensas, bodas emotivas en las que los invitados no se creen que alguien sea tan mayor y nacimientos que provocan que un bebé sea sobrino de muchos. Con nuestros 30, podemos seguir viajando como mochileros, comenzar una nueva carrera profesional (sí, aquella de nuestros sueños) o mudarnos al extranjero. Podemos volver a querer a alguien, o enamorarnos mejor, o más, o todo a la vez. A los 30 los chicos aprenden que no deben ponerse pantalones cortos si no les quedan bien, que un buen traje siempre es una garantía y que los sombreros y las barbas son accesorios que merecen la pena. A los 30 las chicas rechazan la moda pasajera para adaptarse a su estilo atemporal y tal vez se corten el pelo y rechacen ser musas de nadie para ser jefas de todos. Son los 30 los que nos indican que ya somos mayores para decidir en el amor, en la guerra y en la cama, y es el peso de la edad el que nos libera de dudas existenciales.
Tener 30 años significa tener autoridad suficiente para pretender ser quienes queremos ser escudándonos en que ya hemos alcanzado la edad de saberlo. Aunque no tengamos ni puñetera idea del mañana.
Hazme caso. Tener 30 años es salir de la universidad para volver a comerse el mundo. Te lo digo yo, que tengo 29.
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